
Para quienes nacer, trabajar y jubilarse era un credo
(como el sistema decimal), lo que hoy nos toca vivir es la evidencia de una
auténtica estafa: lo es haber entregado al Estado una parte muy sustancial del
fruto de nuestro trabajo durante muchos años y haber creído que tal cosa obedecía a la necesidad de sostener un sistema social
de base solidaria y pretendida justicia distributiva, o sea, eso que conocemos
como la idea de Europa y su único hallazgo verdaderamente significativo: el
estado del bienestar.
Ahora se nos dice con absoluta desfachatez que la
esperanza de vida ha aumentado y por tanto es natural que se alargue la edad de
jubilación, como si una persona de 65 años que tal vez ha trabajado (y
cotizado) más de 40 no fuera, como antes, como siempre, un anciano o anciana a
quien le duele la espalda, tiene quizás hiperglucemia o la tensión alta y lo
que desea es pasear en paz después de haber madrugado tanto, malcomido cada día
y, en definitiva, haber hecho aportaciones sobradas a la sociedad.
De entre todos los insultos que nos vemos obligados a
aguantar cada día por quienes nos gobiernan, ese es uno de los más insoportables.
Sobre todo porque nuestro lozano y pujante jovencito que peina las cuatro canas que le quedan es
probable que aún tenga a su cargo algún hijo o hija en paro, más la nuera o el yerno, más acaso
un par de nietos. Puede incluso que, si en su casa acoge a un vástago que gana
con una mierda de trabajo algo más de 900 euros que no le dan para
independizarse a pesar de tener 35 años, al guayabo sesentón le quiten el
subsidio ese de 425 euros que venía cobrando desde que se le acabó el desempleo
y con el que aguantaba como podía esperando la jubilación.
Y, encima, todo esto se hace –le dicen- para salvaguardar el
sistema.