
La Sirenita
de Copenhague está sentada sobre unas rocas que se adentran en el mar. Parece
que observara el horizonte, pero no: está descansando y de reojo, mira hacia
Europa.
Den
lille havfrue, que ese es su nombre en danés, ha sido atacada a
menudo: le han cortado la cabeza varias veces; le cercenaron un brazo; la
mancharon de pintura también varias veces; la arrancaron de la roca en donde está;
la han disfrazado, la han escarnecido. Pero el último atentado es especialmente
cruel. Hans Christian Andersen cuenta que la sirenita bebió la pócima que le permitiría cambiar su inútil cola por unas piernas a fin de poder vivir entre los hombres.
Hizo así de su apariencia humana
su tesoro más preciado y abandonó de nostalgia, muy lejos, su propia razón de
ser.
Muchos años después, los
herederos de aquellos gobernantes de cuento, decidieron que el sufrimiento no
era suficiente y debía pagar un nuevo peaje, así es que le confiscaron cuanto
de valor tenía -sus piernas- porque, dijeron, recostarse sobre la mera piedra no puede ser gratis.
Ahora sabemos que ese nombre, Den lille havfrue, es una impostura. Fue ella quien decidió cambiárselo y
quedarse frente al Báltico, porque le recuerda un mar del sur mucho más cálido…más antiguo...y, con todo, mucho más peligroso.