
Tan grave es lo que nos pasa que empezamos a tener que
elegir entre las ideas y los sentimientos. Y eso tiene muy mala salida.
Es que están rompiendo en pedazos todo aquello en lo que
creí a lo largo de una vida y, además, aseguran que es por nuestro bien.
Destruyen el presente (el mío y el de mis hijos) y pretenden que crea que es
para preservar un futuro sobre el que nada explican; solo piden que tenga fe.
Amo a mi país. Amaba a mi país. Pero ya no lo reconozco.
Mi país es su gente, nuestras costumbres, nuestra cultura, nuestras libertades,
nuestros derechos; todo eso que se tarda generaciones en construir. No es ninguna
bandera, ningún credo, ninguna nostalgia.
Y, si no tengo trabajo, si no lo tienen mis hijos, si me
roban en la sanidad, en la enseñanza, en la política, en el ocio, en mi derecho
a disfrutar de una vejez tranquila… si abandonan a su suerte a los más
desdichados, aquellos que no pueden valerse…si incumplen lo que prometieron; si
confunden la pertenencia a un proyecto global que nació hermoso con el
servilismo a los más fuertes; si no hay a quien recurrir para intentar que los
actores de esta especie de golpe de estado blando (¿blando?) que vivimos cada
día se aparten porque la mala conciencia les tiene amordazados; si mandan y
vociferan los estúpidos, los mediocres, los miserables; si en estos tiempos es preciso estar seguro de en qué lado está cada cual ¿tendremos que deberles también que maten la amistad?