
La semana pasada se presentó en Londres un trabajo de
análisis del que unos pocos medios de comunicación se hicieron eco: Democracy in Europe can no longer be taken
for granted, editado por el Instituto Demos http://www.demos.co.uk/files/DEMOS_Backsliders_report_web_version.pdf?1380125822
Es verdaderamente interesante por cuanto una entidad independiente –hasta donde
yo conozco, por primera vez- analiza la calidad de la democracia en la Unión
Europea. En España, por cierto y para nuestro país, lo hace de manera asidua la
Fundación Alternativas, una think tank
cuyos trabajos enseguida (y con un apriorismo torpe) son descartados por
algunos porque su dinámica de pensamiento es saludablemente de izquierdas.
El trabajo de Demos lo firman Jonathan Birdwell, Sebastien
Feve,Chris Tryhorn y Natalia Vibla y es un encargo del grupo socialdemócrata
del Parlamento Europeo.
Xenofobia, corrupción en las instituciones y ascenso de
la derecha extrema, vendría a ser el resumen, según esta investigación, de los
males que en creciente intensidad y extensión amenazan la democracia tal como
la conocemos en los estados miembros de la Unión. Llama la atención, además, un
detalle: no está clara la asociación directa entre crisis económica y deterioro
de la democracia; más bien la involución vendría motivada por la falta de
respuestas políticas frente al fenómeno de la globalización, anterior y acaso y
precisamente, en el origen de la estafa-crisis.
Insisto, el trabajo de Demos es del mayor interés. Y no
deberíamos los europeos echar en saco roto las advertencias que hace por cuanto
se corresponden con amenazas reales: La Francia socialista y la expulsión
sistermática de los gitanos; Hungría y Grecia y los grupos filonazis (no me
gusta el prefijo neo, pues todo eso
es más viejo que la tos) España y la corrupción, son exponentes de una
perversión de valores que en Europa ya deberíamos haber hecho inimaginable.
Mientras escribo estas líneas me llega noticia de la
última tragedia en la isla de Lampedusa: 110 muertos y 200 desaparecidos;
gentes a las que nuestros problemas les deben de parecer pura filfa comparados
con su insoportable vida. Europa mira hacia otro lado como pasmada, estúpida;
se enroca en una tendencia hacia la renacionalización de los problemas
derivados de la inmigración sin darse cuenta de que esto que al Papa le parece
“una vergüenza” es también una carga de profundidad para los valores europeos
y, en fin, para la democracia. La Comisión y el Parlamento, justo es decirlo,
ya han advertido del riesgo, pero el Consejo, ese órgano de gobierno que con
frecuencia parece el enemigo, se convierte en cómplice del desastre. El llanto
impotente, desesperado, de la alcaldesa de Lampedusa frente a las cámaras de
televisión es la imagen terrible de la política frente a la muerte; muerte y
más muerte; injusticia sobre injusticia; aquí, en el Mediterráneo, en donde
nació casi todo en lo que los europeos creemos: ojo, sí, también para holandeses,
belgas, alemanes…
Así es que tal vez debería dejar aquí este artículo y
guardar luto sin más.
Pero es que creo que nada está desconectado de nada. Es
que creo que la actitud de los estados de la Unión y, con frecuencia, de la UE
misma ante este problema no es ajena a otra amenaza grave para nuestro modo de
vida. Una forma de estar sobre la capa de la tierra que algunos están
destruyendo como si fuera algo gratuito e imposible; como si no hubiera costado
un esfuerzo titánico, muchos sacrificios y hasta mucha sangre; como si a la
gente corriente nos hubieran regalado algo; como si la brecha entre ricos y
pobres, aquí en la culta y solidaria Europa, no fuera cada vez mayor; como si
eso que los neoliberales llaman sostenibilidad del sistema que, por cierto,
excluye de forma suicida a los inmigrantes mientras envejecemos a pasos
agigantados, no se basara en una repugnante mentira.
¿Y si en lugar de hablar de “democracia” en sentido
general, hablamos de “democracia representativa”? ¿Cuáles son entonces las
amenazas? Las mismas, desde luego, pero hay otras y, a mi juicio, no son
menores y, reitero, no son ajenas a lo que hasta aquí he dicho.
Por supuesto que si se deslegitima el veredicto de las
urnas se estará atacando a la democracia que se basa en la representación de
los ciudadanos. Pero ¿no es un anacronismo hoy, con todas las herramientas de
comunicación y participación disponibles, dejar el gobierno de la sociedad al
mero juego de las mayorías políticas durante cuatro largos años? ¿No estaremos
pervirtiendo desde dentro el sistema con el empecinamiento en que una mayoría
absoluta habilita para gobernar casi exclusivamente a base de decretos leyes,
esto es, ignorando de facto al Parlamento? ¿No será profundamente estúpido,
injusto y hasta peligroso gobernar contra todo el mundo alegando que los que
callan lo hacen porque sin duda otorgan? ¿No estaremos dejando de ser
ciudadanos, esto es, sujetos de derechos y deberes, esos que se conculcan en
nombre de intereses que ni comprendemos ni controlamos?
A mí nadie me pregunta si debe detenerse la expulsión en
Francia de los gitanos, si ha de evitarse a toda costa la presencia en las
instituciones democráticas de grupos de extrema derecha o si la corrupción debe
ser imprescriptible a efectos judiciales. Pero tampoco qué siento ante la
desgracia de Lampedusa o la dantesca visión de la gente saltando la valla en la
frontera europea en Melilla. ¿Le preguntan a usted?
Es que, además, me insultan –y a usted también-
asegurando que si no salgo a la calle tras una pancarta es porque reitero
tácitamente mi voluntad global expresada en unas elecciones; y hasta se apropian
de una voluntad que acaso nunca les fue favorable solo porque no coreo
consignas en una manifestación.
Votamos, sí. En
cada país y en Europa. Pero no es suficiente. Ya no.