sábado, 23 de abril de 2011

Chernóbil, que veinticinco años no es nada

No es una efeméride como otras: en nada se parece, por ejemplo, a la celebración del día de la Independencia en Estados Unidos, a la toma de la Bastilla, a la invención de la imprenta o la penicilina y a cosas así. En Chernóbil, por lo demás, no murió tanta gente como en los terribles tsunamis de Chile, Indonesia o Japón; no es el recuerdo de genocidios como los de Ruanda o Camboya.
Es distinto: expertos reunidos en Kiev acaban de concluir que en un territorio de 2.600 kilómetros cuadrados entorno a la central hay isótopos radiactivos cuya actividad –y por tanto sus efectos letales- duran más de 24.000 años. O sea que, a una escala temporal humana, la vida no será posible, simple y llanamente, nunca.
Naturalmente, eso a ustedes y a mi poco nos afecta en nuestras carnes mortales, puesto que no estaremos aquí para celebrar tantos aniversarios como hay por delante, a los que, además, habrá que añadir los de Fukushima y quien sabe si algunos más, vista la tozudez humana en acabar con la especie creyéndonos invulnerables, como dioses beodos de infinitud científica.
En Kiev los periodistas le han preguntado a Ausrele Kesminiene, de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer, cuanta gente ha muerto a causa de Chernóbil, y dice que no lo sabe porque todo lo que las autoridades en la materia facilitan son estimaciones. ¡No se sabe veinticinco años después!
Hay pues una parcela inerte en medio de Ucrania en donde habita la muerte. A lo que parece, habrá otra en las costas del sol naciente. Y, por el aire, nubes ponzoñosas que viajan a capricho del viento y acaso nos alcancen…o a nuestros hijos, o a los hijos de los hijos de nuestros hijos, hasta llegar a quienes siendo de mi estirpe o de la suya de usted ya habrán olvidado nuestros apellidos.
Triste aniversario que en nada ayuda a tener fe en el futuro.