“Miedo a volar” es el título de una conocidísima novela de
Erica Jong publicada en 1973 con gran éxito. Para quien no la haya leído, cuenta
la historia de Isadora Wing, una escritora que durante una convención a la que
asiste acompañada de su marido, decide abandonarlo para largarse con un tipo que
ha conocido. Durante un apasionado viaje por Europa los amantes se sienten
culpables y él decide abandonar a Isadora que regresa con su marido. Pero ya
nada será igual porque la protagonista ha aprendido a valerse por sí misma y ya
no tiene miedo. Es una obra un tanto ambivalente, controvertida en su día que,
tal vez por serlo, es un referente del feminismo.
Lo que me importa de esta historia que he releído este
verano no es tanto eso último o las lecciones que cada cual pueda extraer de la
obra de Jong, como la actitud ante lo desconocido; la metáfora del miedo a
volar es muy apropiada por muchas razones que tienen que ver con temores a
menudo irracionales, con limitaciones personales, con la ignorancia, etc.
Mi abuela rezaba cuando se desataba una tormenta y mi madre
nos hacía recitar aves marías cuando, viajando en coche o en autobús, de niños,
nos aproximábamos al paso de Despeñaperros, cuyo tránsito ella hacía en
silencio y supongo que conteniendo la respiración. Qué raro, pensarán quizás
ustedes: pero reparen que en los cincuenta en un pueblo de Jaén aún se usaba
carburo para alumbrarse y las sandías se ponían a refrescar en el pozo y quizás
comprendan que para ella un trueno era algo de mucho respeto y consideración. Y
en los sesenta viajar de Madrid hasta aquel pueblo era una aventura: se paraba
15 minutos a almorzar en Tembleque y una hora para comer en Valdepeñas, y Depeñaperros,
aunque nunca fue Pajares, tenía su aquel, con sus Órganos, su túnel y su Salto
del Fraile. Cuando entonces, aunque a las nubes de desarrollo vertical se les
llamaba nublos que acojona más donde va a parar, ya había pararrayos, claro; y
como ahora, la distancia era de 300 kilómetros y se sigue haciendo el trayecto
pegados al asfalto: créanme, para mi abuela y mi madre, todo aquello era como
volar.
García Márquez escribió hace años un estupendo artículo en
el diario El País (http://elpais.com/diario/1980/10/26/opinion/341362811_850215.html) que
tituló “Seamos machos: hablemos del miedo al avión” que es una delicia. Léanlo,
les aprovechará muchísimo más que seguir con estas chorradas que a mi se me
ocurren sin duda por el calor de este Madrid inmisericorde. Yo creo que, además
de las razones (y las sinrazones) que aduce Gabo para explicar esta forma de
miedo a volar, hay una sobre todo: la desconfianza.
Es que cuando subimos a un avión que nos llevará a nuestro
destino a toda leche, lo ponemos -nuestro destino- en manos de unos
desconocidos que pueden traicionarnos y, de ser así, nada podremos hacer porque
no suele haber supervivientes, ni siquiera los que nos llevaron al desastre.
Sí, ya se que un conductor de autobús o el comandante de un crucero también son
unos desconocidos; puede que incluso lo sea quien maneja los mandos del
automóvil en el que viajamos aunque estemos persuadidos de lo contrario. Pero en ambos casos, estamos pegados a lo
corpóreo, a lo conocido, lo tangible; aunque se mueva bajo nuestros pies nos
sostiene porque lo hace sobre la capa de la tierra o la superficie del mar que
es de dónde venimos...lo que sabemos o creemos saber…lo que siempre ha sido; si
nos estrellamos con el coche o nos ahogamos en el océano algo quedará de
nosotros, aunque solo sea un solitario zapato o una decepción.
Qué cosas, no se muy bien por qué pero me da la impresión
de que en realidad Isadora Wing, mi abuela, mi madre, y los que García Márquez
llama en su artículo “temerosos ilustres” se parecen. Y lo que es más singular,
tengo la sensación de que lo que nos está pasando en nuestro país de diciembre
para acá, es miedo a volar.
Pero, ya digo, no me hagan mucho caso. Es el calor; parece
mentira que mi madre me pariera en un pueblo de Jaén.