jueves, 4 de agosto de 2016

Miedo a volar




“Miedo a volar” es el título de una conocidísima novela de Erica Jong publicada en 1973 con gran éxito. Para quien no la haya leído, cuenta la historia de Isadora Wing, una escritora que durante una convención a la que asiste acompañada de su marido, decide abandonarlo para largarse con un tipo que ha conocido. Durante un apasionado viaje por Europa los amantes se sienten culpables y él decide abandonar a Isadora que regresa con su marido. Pero ya nada será igual porque la protagonista ha aprendido a valerse por sí misma y ya no tiene miedo. Es una obra un tanto ambivalente, controvertida en su día que, tal vez por serlo, es un referente del feminismo.
Lo que me importa de esta historia que he releído este verano no es tanto eso último o las lecciones que cada cual pueda extraer de la obra de Jong, como la actitud ante lo desconocido; la metáfora del miedo a volar es muy apropiada por muchas razones que tienen que ver con temores a menudo irracionales, con limitaciones personales, con la ignorancia, etc.  

Mi abuela rezaba cuando se desataba una tormenta y mi madre nos hacía recitar aves marías cuando, viajando en coche o en autobús, de niños, nos aproximábamos al paso de Despeñaperros, cuyo tránsito ella hacía en silencio y supongo que conteniendo la respiración. Qué raro, pensarán quizás ustedes: pero reparen que en los cincuenta en un pueblo de Jaén aún se usaba carburo para alumbrarse y las sandías se ponían a refrescar en el pozo y quizás comprendan que para ella un trueno era algo de mucho respeto y consideración. Y en los sesenta viajar de Madrid hasta aquel pueblo era una aventura: se paraba 15 minutos a almorzar en Tembleque y una hora para comer en Valdepeñas, y Depeñaperros, aunque nunca fue Pajares, tenía su aquel, con sus Órganos, su túnel y su Salto del Fraile. Cuando entonces, aunque a las nubes de desarrollo vertical se les llamaba nublos que acojona más donde va a parar, ya había pararrayos, claro; y como ahora, la distancia era de 300 kilómetros y se sigue haciendo el trayecto pegados al asfalto: créanme, para mi abuela y mi madre, todo aquello era como volar.
García Márquez escribió hace años un estupendo artículo en el diario El País (http://elpais.com/diario/1980/10/26/opinion/341362811_850215.html) que tituló “Seamos machos: hablemos del miedo al avión” que es una delicia. Léanlo, les aprovechará muchísimo más que seguir con estas chorradas que a mi se me ocurren sin duda por el calor de este Madrid inmisericorde. Yo creo que, además de las razones (y las sinrazones) que aduce Gabo para explicar esta forma de miedo a volar, hay una sobre todo: la desconfianza.

Es que cuando subimos a un avión que nos llevará a nuestro destino a toda leche, lo ponemos -nuestro destino- en manos de unos desconocidos que pueden traicionarnos y, de ser así, nada podremos hacer porque no suele haber supervivientes, ni siquiera los que nos llevaron al desastre. Sí, ya se que un conductor de autobús o el comandante de un crucero también son unos desconocidos; puede que incluso lo sea quien maneja los mandos del automóvil en el que viajamos aunque estemos persuadidos de lo contrario. Pero en ambos casos, estamos pegados a lo corpóreo, a lo conocido, lo tangible; aunque se mueva bajo nuestros pies nos sostiene porque lo hace sobre la capa de la tierra o la superficie del mar que es de dónde venimos...lo que sabemos o creemos saber…lo que siempre ha sido; si nos estrellamos con el coche o nos ahogamos en el océano algo quedará de nosotros, aunque solo sea un solitario zapato o una decepción.
Qué cosas, no se muy bien por qué pero me da la impresión de que en realidad Isadora Wing, mi abuela, mi madre, y los que García Márquez llama en su artículo “temerosos ilustres” se parecen. Y lo que es más singular, tengo la sensación de que lo que nos está pasando en nuestro país de diciembre para acá, es miedo a volar.

Pero, ya digo, no me hagan mucho caso. Es el calor; parece mentira que mi madre me pariera en un pueblo de Jaén.