lunes, 22 de abril de 2013

Boston


Habrá quien esté persuadido de que no tiene sentido pararse a reflexionar. Puede que, incluso el hecho mismo de hacerlo, pueda ser interpretado por algunos como una concesión. Pero el ser humano necesita saber; aunque no encuentre una explicación suficiente por mucho que se esfuerce, es necesario intentarlo: en eso consiste en gran medida vivir.
Me estoy refiriendo, sí, a los atentados de Boston.

Hasta la palabra “atentado” me resulta insuficiente; sí, acorde con el diccionario, define bien lo sucedido en la ciudad estadounidense pero ¿contra qué han atentado los hermanos Tsarnáev?. Sí, es obvio, las víctimas son la gente. Pero ¿contra qué han dirigido esa furia tan doméstica como destructora? ¿contra un símbolo? ¿qué símbolo? No me parecen respuestas suficientes “nuestro modo de vida” “la libertad” “occidente” y tantas otras tan vagas como incapaces de explicar nada. ¿Que solo es la espantosa consecuencia del fanatismo? Como conclusión es francamente endeble y como explicación nada aporta.
Los Tsarnáev emigraron hace mucho tiempo a Estados Unidos, Dzhojar, el que sigue vivo, era un niño pequeño. Los dos se criaron en esta ciudad que tiene un nivel de vida de los más altos del mundo; ya en el año 2.000 su renta per cápita superaba los 19.000 dólares. Boston es una de las ciudades más antiguas del país y mezcla un cierto encantador provincianismo que procede de su tamaño relativamente pequeño con la proyección de ser el núcleo de un área metropolitana que incluye condados como Massachusetts, Rhode Island y parte de New Hampshire, es decir, un espacio de cultura, prosperidad y desarrollo que se ejemplifica en universidades como Harvard o institutos como el Tecnológico de Massachusetts, por citar solo dos de sus instituciones más ilustres.

Ese espacio de referencia es el de los Tsarnáev; es ahí en donde se formaron y, que procedan del remoto Cáucaso y su familia lleve indómita sangre chechena parecería una mera, exótica, anécdota. Por lo demás, ningún grupo radical ha reclamado para sí la negra gloria de la destrucción. Los Islamistas del Cáucaso y la guerrilla daguestaní, dos de los grupos más activos, se han apresurado a asegurar que su enemigo no es Estados Unidos sino Rusia.
No se sabe demasiado aún, pero ha trascendido por ejemplo, que el mayor de estos hermanos, Tamerlan, tenía permiso de residencia desde 2007 y ya conocemos el cuidado que las autoridades USA ponen en estas cosas, especialmente después del 11-S.

Los Tsarnáev, como varios de los terroristas del mismo 11-S, los del 11-M en Madrid o los de los atentados del metro londinense, por citar solo tres de los episodios más terribles que nos ha tocado vivir, no eran campesinos talibanes desplazados desde las montañas afganas para cometer los crímenes. No me extenderé: quizás debiera bastar con recordar que los de Londres eran británicos, de piel oscura, pero británicos.
Como se comprenderá espero, no tengo la menor intención de dar argumentos al terrorismo; sería además estúpido, al fin y al cabo yo, como cualquiera, podría haber estado tras las vallas de Boylston Street y la metralla se me habría llevado por delante con mis dudas y mi necesidad de comprender incluidas.

Pero me parece que esa tendencia a detenerse en lo irracional de cualquier terrorismo y apartar como sospechoso cualquier intento de entender lo que nos pasa, es estúpida y, sobre todo, suicida. ¿Se podría haber evitado lo de Boston, lo de Nueva York, Madrid o Londres? Cae de su peso que no: por eso pasó ¿Sucedieron aquellos acontecimientos por negligencia, falta de previsión o incapacidad? Claro que no. La seguridad absoluta es solo una quimera.
Podemos identificar enemigos en grupos organizados o países que más parecen un nido de delincuentes que otra cosa, pero ¿cómo protegernos de quien vive en el piso de arriba, nos saluda amable cada día, estudia junto a nuestros hijos o amigos, participa en actividades deportivas, se comporta todo el tiempo y en toda circunstancia como uno más? ¿Podemos protegernos de eso? No tenemos respuesta. Y la necesitamos, como demuestra la tozuda, dramática, realidad.