El golpe de Pinochet se produjo en 1973 y Friedman recibió el Nobel en 1976. Pinochet, como sabemos, fue un dictador sanguinario, y el economista y fundador de la Escuela de Chicago, un intelectual de primera fila, apóstol del libre mercado sin restricciones, que ya en tiempos de Reagan se refería a la red de asistencia y seguridad social y de escuelas públicas estadounidenses, como algo a lo que los padres se aferran con “un irracional apego a un sistema socialista”
Hasta la Fundación Nobel se enmienda a sí misma y, si un día premiaron a Friedman, más tarde lo hicieron con Joseph Stiglitz o Paul Krugman, ambos economistas y estadounidenses como Friedman y ambos en las antípodas. Por lo demás, parecería que traer a colación acontecimientos que sucedieron hace treinta años, son ganas de atufarse de naftalina.
Pero no. Para la pléyade de economistas, periodistas y políticos que tienen en su mesilla de noche (junto a la lámpara; o en el cajón con cierto falso pudor) el credo de Chicago, sus convicciones y mandatos están muy vigentes: son los que hablan de privatizar servicios públicos, de entregar en manos de los tecnócratas económicos el gobierno de las cosas, especialmente en tiempos de crisis; son los que hacen de la estabilización una religión; los que tienen orgasmos cuando piensan en alcanzar el déficit cero; los que desearían sacudirse esa molestia (en estos tiempos poco más que un grano en el trasero, la verdad) que son los sindicatos; son quienes están consiguiendo que mucha gente se crea que es o los recortes sin fin y sin contestación o el apocalipsis. ¿A que les suena esta música, aunque la letra pueda tener variaciones?
Tenía razón Galeano. Cuando mejor se desarrolla el monstruo del libérrimo mercado es cuando algo ha hecho o amenaza con hacer tabla rasa de lo existente: Chile, pero también y en momentos históricos sucesivos, Argentina, Polonia, Rusia, China, entre otros lugares. Se trata de una paradoja trágica: es precisamente la falta de regulación, acorde con las posibilidades tecnológicas actuales, de la actividad financiera y la especulación lo que ha provocado la crisis que padecemos; y los falsos profetas insisten no obstante en que la panacea es menos estado y más mercado; y, si hay efectos colaterales, será que resultan inevitables.
Claro que no vivimos en regímenes violentos, dictatoriales, y la democracia formal modera el funcionamiento de aquella fatal maquinaria: su operacón está sometida a la policía de las instituciones propias o compartidas, y al escrutinio electoral. Se puede mentir, claro, pero debemos conservar la esperanza de que a pesar de todo, el poder ganado por el deseo de los pueblos, incluso cuando es casi omnímodo, puede ser revocado en cualquier momento por la voluntad de esos mismos pueblos.