Les contaré, si tienen a bien leer lo que sigue, una
historia menor.
No tiene que ver con las prácticas genocidas al uso y el
pasmo criminal de Europa y USA ; tampoco con la destrucción sistemática del estado
del bienestar y el castigo injusto y suicida sobre una generación de europeos
por parte de unas elites impunes, aquí en casa y, como dicen los esnobs, en
nuestro entorno; ni siquiera con el cambio climático o la explotación del Ártico;
y mucho menos con el filoetarra, bolivariano, goebbelsiano, castrista,
populista y quizás hasta miembro del Frente Atlético, Pablo Iglesias.
Cerca de mi casa hay uno de esos establecimientos que
responden al bonito nombre de gran superficie comercial. Disculparán que no dé
más detalles pero no estoy seguro de si mi relato podría acarrear algún tipo de
perjuicio a su protagonista y hasta represalias contra el o la responsable de
la tienda por su permisividad al no haber denunciado ya el caso ante las
autoridades competentes sean quienes sean y lo sean en lo que lo sean.
En la puerta de ese lugar y bajo una leve marquesina pasa
los días un hombre de raza negra. Está allí desde que se abren las puertas
hasta que, vencida la tarde, echan el cierre. Es un hombre joven, a lo sumo de
unos 40 años. No sé cómo se llama. No sé de donde es.
Allí está, con un cestillo de mimbre a sus piés que
recoge las monedas que la gente le da. Pero no mendiga ni vende La Farola. Ayuda
a las personas mayores a subir las bolsas al coche; está pendiente del perro
mientras su dueña pasa a comprar cualquier cosa que olvidó en una anterior
visita; charla un rato con algún jubilado. Siempre da los buenos días. Siempre
sonríe. Habla español como yo quisiera hablar cualquier otro idioma que no sea el mío.
Es pulcro. Viste impecablemente de sport. En invierno calza
gruesas botas y en verano cubre su cabeza con un sombrero de paja al estilo de
los antiguos segadores.
Está solo. No tiene nada. En sus ojos hay un leve rastro de algo que me ha costado identificar: es miedo.
¿Saben? Siempre que lo veo no puedo evitar pensar en
cuántas personas de esas que se hacinan en el Monte Gurugú y de tanto en tanto
se dejan la carne en las cuchillas de la miserable Europa, se cambiarían por
él. Qué raro es todo, que hasta absolutos como “solo” y “nada” resultan
relativos o, peor aún, son mentira.