Hoy
ha arrancado la COP25. Para quienes no estén muy versados, 25
significa que es la vigésimo quinta conferencia desde que en 1997 se
celebrara en Berlín la primera. Pero todo eso ya se lo explicarán a
ustedes cuando la mayor parte de las televisiones dejen de
informarnos sobre cosas tan principales como la ocupación hotelera,
los menús elaborados por restaurantes de postín para la ocasión o
de los antisistema (sea lo que diablos sea un antisistema), perroflautas, CDRs y anarquistas varios que
aprovechan para venir a violar viejecitas y maltratar infantes, y
entren en detalle -si pueden- sobre porqué llevamos veintidós años
preocupadísimos y sin que apenas cambie nada.
Van
ustedes a oír hablar mucho de “economía
circular” (basada, sobre todo, en la reutilización y el reciclaje)
la “economía
azul” (que pone de manifiesto, más allá de la mera conservación, "la importancia de los mares y los océanos como motores de la economía por su gran potencial para la innovación y el crecimiento" en definición de la Unión Europea) y de la “economía
verde” Sobre esta última les
diré alguna cosa.
La
expresión sin duda despierta simpatías nada más leerla, su definición podrá ser diversa dado que es
omnicomprensiva. “Economía verde” Suena muy bien. Pero, como
nos recuerdan Ulrich Brand y Miriam Lang en la extraordinaria obra
recopilatoria Pluriverso (Icaria) de reciente publicación, que
les recomiendo ya, la “economía verde” “...contiene una
promesa triple: superar la crisis económica, la crisis ecológica y
aliviar la pobreza" Todo eso. El concepto se acuñó en la primera década de
este siglo por el Programa de Naciones Unidas para el Medio ambiente
y se convirtió en una especie de paradigma global en la Conferencia
de Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible conocida como Río+20.
Obsérvese
que acaba de aparecer en este comentario ligado a la idea de
“economía verde” la de “desarrollo sostenible”; está en el
nombre mismo de la reunión de Río. Y debemos hacer, además, una
tercera asociación: al concepto de “crecimiento” inherente (casi
siempre) cuando nos hablan de desarrollo y que también recibe a
menudo el apelativo de “sostenible” lo cual, dicho sea de paso y
sin entrar en debates, es un oximoron puesto que en un mundo finito
no cabe crecer indefinidamente y, por tanto, no hay sostenibilidad
posible en esos términos.
En
2011 la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos
(OCDE) desarrolló una llamada “Estrategia de Crecimiento Verde”
y algo después la Comisión Europea pensó en poner en marcha
-aunque quedó en nada dada la natural abulia de la institución- un
plan para promover algo así como una economía de mercado ecológica
que enfatizaba en la competitividad basada en la reducción de
recursos y el incremento de su eficiencia; todo ello, cabalgado la
ola de la benéfica e imparable evolución tecnológica, que viene siendo poco menos
que una cuestión de fe.
La
almendra del asunto es que quienes razonan tanto en torno a la idea
de una “economía verde” vienen a concluir que el modo de parar
la destrucción ambiental es reconocer y asignar un valor económico
a la naturaleza y, a partir de ahí, ponerle precio. Ya se que usted,
amigo/a ecologista, ha torcido el gesto con esto que acaba de leer;
nota un aroma, un tufillo ¿verdad? Bueno, pues quienes hacen bandera
de la “economía verde” arguyen que la naturaleza estará
protegida si en los cálculos empresariales se la incluye como
“capital natural” Así es que se cerraría el círculo y sería posible fomentar el crecimiento económico y preservar la
naturaleza al mismo tiempo. Con un par.
El
mencionado Ulrich Brand, miembro en su día de la Comisión de
Estudio del Bundestag sobre Crecimiento, bienestar y calidad de vida,
ha sugerido (op.cit) que en vez de hablar de “economía verde” lo
hagamos de “capitalismo verde” para aludir tal vez a un modelo
que sustituya al tan denostado (o no) neoliberalismo y la dictadura
de las finanzas especulativas y más bien asilvestradas. Aunque Brand es alemán, nótese que sabe ironizar.
Un
ejemplo para que se entienda a la primera: la transformación de la
industria del automóvil europea hacia el coche eléctrico o el que
utiliza agrocombustibles es sin duda una oportunidad “verde” que
podría satisfacer a empresarios, gobiernos y sindicatos puesto que
abre líneas de negocio nuevas e innovadoras y con márgenes
interesantes para el beneficio empresarial respetando la competitividad, favorece el crecimiento
económico y, por tanto, el empleo, las pensiones, etc Los bancos, siempre en vanguardia, ya están en
ello. Carlos Casas, responsable de talento y cultura del BBVA en un
opúsculo que publicaba El País este domingo titulado Comprometidos
con la sostenibilidad: ·”Las sociedades y los modelos
productivos tienen que generar un mundo sostenible, y el futuro de la
banca es financiarlo, movilizar inversión y fondos para construirlo”
Gracias.
Si
en nuestro ejemplo resulta que para materializar ese cambio hay que
esquilmar las materias primas en África o América Latina o
desposeer de su medio de vida a los agricultores indonesios para
plantar colza o palma, pues nunca llueve a gusto de todos ni siquiera en
el trópico. Y si vienen a por lo suyo pues ya lo hablamos con Turquía o con Libia o con quien esté dispuesto al comercio infame de la miseria.
De
modo que si oyen hablar de “economía verde” es posible que estén
ante alguien muy bien intencionado. Indaguen a qué se refiere no obstante. Yo lo
pienso hacer; no digo que no haya quien pueda explicarnos algo que no
conozcamos ya con otro nombre.