martes, 3 de mayo de 2011

Osama Bin Laden

La muerte de  Osama Bin Laden, el sanguinario líder de Al Qaida, libra al mundo de uno de sus habitantes más abyectos; al mundo occidental se entiende, pero también a todas esas gentes de confesión islámica deseosos de vivir en libertad y democracia.
Ya sabemos que eso no acaba con el terrorismo internacional de naturaleza fanática, criatura del terrorista saudí, pero hijo también de muchos padres y, en todo caso, hidra de cien cabezas que obliga a un combate acaso inacabable.
Pero, es sin duda un duro golpe al terror o, más bien a sus símbolos, pues tal era ya Bin Laden. Y eso, vale lo que vale.
Hace aún poco tiempo del hecho y todavía  nos llegan informaciones incompletas y hasta contradictorias. Personalmente quiero creer la siguiente versión: los servicios secretos estadounidenses llevaban diez años (en términos de eficacia es tal vez demasiado, pero ¿a qué alimentar alguna clase de duda?) tras la pista de Bin Laden y conocían bien por las autoridades paquistaníes que vivía desde hacía algún tiempo en Abbotabad, población cercana a Islamabad y feudo de los servicios de inteligencia de Paquistán. Vieron la ocasión y procedieron a detenerlo a fin de que fuera sometido a juicio por sus crímenes, pues ese es el modo de actuar que corresponde a países civilizados, democráticos y sometidos al imperio de la ley y eso es lo que podemos oponer, precisamente y además de la fuerza, ante quienes no creen en tales valores. Pero se lió la balasera y el monstruo resultó muerto.
Lo de enviarlo al fondo del mar, suponiendo que ello pertenece a la más pura y respetuosa tradición coránica, según prescribió por lo visto el imán de cabecera del comando,
 no fue más que un error sin intención; conveniente no obstante y a la postre, pues así a ningún descerebrado se le ocurrirá peregrinar a los fondos abisales…y si lo hiciera, pues mejor para todos.
Era él, era Bin Laden sin duda. Y no tanto porque lo diga el Gobierno USA, los militares o quien fuere. En ausencia del muerto ante la prensa o ante otros testigos de respeto, sin embargo sería absurdo mentir.
¿Se comprende la euforia de quienes enseguida salieron a la calle a celebrar la muerte del terrorista? ¿Cómo no comprenderla?. Aunque esos gritos, esa alegría desmedida a algunos nos haga sentir ¿cómo decir? ¿raro? Raro, sí.