jueves, 22 de diciembre de 2011

Más que crisis

Confieso que me mareo. Aparte los efectos letales de la crisis propiamente dicha, esto es: el desempleo creciente, el incremento de la exclusión social, el vértigo de los recortes en las prestaciones sociales y un extenso catálogo de penurias que, sin duda, serán más y peores en los próximos años, hay algo que me hace perder pié en la realidad: es el ruido, la inversión del lenguaje, la aceptación por buena parte de la gente del destino que alguien ha dictado desde algún remoto -por la distancia física o moral- lugar o, tal vez, desde la aleatoriedad de un mecanismo.

Uno no sabe de esas cosas y, a lo sumo, acierta a entender que el eufemismo “los mercados” debe ser sustituido por “los especuladores” mucho más conveniente a nuestro modo de raciocinio que se lleva mal con las abstracciones si a continuación ha de actuar para defenderse o debe aceptar lo inevitable. Pero el otro día escuché a un experto decir que, en realidad, el efecto de “los mercados” puede ser el resultado de operaciones que realiza un ordenador o grupo de ordenadores cuyo software reacciona en función de las circunstancias: es decir, la propia máquina dicta ordenes acorde a los intereses previamente programados con un único fin objetivo: el beneficio. Se me pusieron los pelos como escarpias.
Pero hay asuntos más cercanos que, precisamente por su cercanía, me parecen incluso más pavorosos.

Por ejemplo, esta secuencia: España necesita cambiar su modelo productivo; de donde se sigue que necesitaremos no menos de una década para alcanzar ese deseable nuevo esquema; siendo así que una generación es 15 años, lo que ocurre es que vamos a sacrificar precisamente una generación. O sea: los chicos y chicas más preparados de toda nuestra historia, esos que han hecho una inversión personal notable, esos en los que el Estado ha empleado ingentes recursos, o se irán a entregar tales activos en otro país, o malvivirán para siempre, para siempre sí, en el suyo cada vez más empobrecido; un país, este sí, para viejos...pobres. La escena es terrible, pero lo es mucho más que en la sociedad se extienda la especie de que resulta inevitable y se acepte sin apenas rechistar.

Alguien habla de minicontratos como si esto fuera Bangla Desh o zonas remotas de Brasil (que le pregunten a Zara) y hay quien le ríe la gracia: bueno -dicen- despues de todo, mejor eso que nada; otro se permite asegurar que los parados de larga duración mayores de 50 años no son el mayor problema pues, en general (qué demonios querrá decir “en general” en este asunto) tienen su vida resuelta, y quienes peinan canas saben que ya nadie se ocupará de ellos; aquel habla de privilegios cuando se refiere a los funcionarios públicos porque tienen trabajo, como si eso fuera una lotería y no un derecho constitucional; uno más mira a los desempleados como si fueran delincuentes y a los dependientes como una carga insoportable…
Unos celebran lo que parece una victoria y es en realidad la expresión inversa de un fracaso; otros, los que fracasaron, no salen de su perplejidad y se reúnen ahora para lamerse las heridas y tratar de inventar la pólvora de nuevo.

Confieso que me mareo. Es curioso, tanto tiempo prefiriendo lo posible a la utopía; tanta vida razonando sobre lo óptimo y lo bueno, tanta paciencia, tanto cálculo, para que ahora me sienta seguro entre la gente que se reúne en una plaza y sueña.