jueves, 27 de septiembre de 2012

La marca España


Igual pensarán ustedes que me la cojo con papel de fumar. Puede ser. Es posible que esas recurrentes apelaciones a la marca España no sean sino una forma moderna de hablar, frecuente en quienes expresan opiniones más conservadoras y algo menos –también ocurre, desde luego- en gentes que se reclaman progresistas, aunque en este caso tengo la sensación de que tras las palabras no hay mucho más que el deseo un poco necio de estar a la moda usando una expresión sobre cuyo significado no se ha reflexionado mínimamente.

Ya digo, no es descartable que yo sea un antiguo o un purista. Pero, como creo que el lenguaje no es inocente, me sale un sarpullido cada vez que escucho lo de la marca España, sobre todo porque siempre es para quejarse del daño que nos hacen las imágenes de la parroquia protestando en una manifestación, la de los simbólicos depredadores de supermercados y cosas así.

Como sabe cualquier profesional del márketing, una marca es todo aquello que los consumidores reconocen como tal. Es un producto, un servicio o ambos, o una gama de ambos al que se ha revestido de un ropaje tan atractivo que consigue que la oferta se desee, se pida, se exija, con preferencia sobre otras. En definitiva, la marca es el nombre, término, símbolo o diseño, o una combinación de ellos, asignado a un producto o a un servicio o a un conjunto. De manera que la marca ofrece de la oferta, junto con su realidad material, una realidad psicológica, una imagen formada por un contenido preciso, cargado de afectividad: seguridad para unos, prestigio para otros, etc.

Disculpen ahora un repasito a los fundamentos de las cosas: nación, en sentido estricto, tiene dos acepciones, la nación política, en el ámbito jurídico-político, es un sujeto político en el que reside la soberanía constituyente de un Estado; la nación cultural, concepto socio-ideológico más subjetivo y ambiguo que el anterior, se puede definir a grandes rasgos, como una comunidad humana con ciertas características culturales comunes, a las que dota de un sentido ético-político.

¿Es solo una forma de hablar eso de considerar que lo que sin duda es una nación y un estado, España, es también una marca? No, creo que no. No me parece que esa estimación pseudomercantilista sea ideológicamente inmaculada.

La periodista María José Navarro escribía hace unas fechas en La Razón: “…y me da miedo, eso sí, que hayamos lanzado la marca sin haber mejorado el producto, no sea que al final nos convirtamos en el Ryanair de la ONU”

Claro, es que es imposible no desear (salvo tendencias suicidas) que fuera de España se nos aprecie: que se estime lo que hacemos y lo que somos. Pero me temo que esa monserga de la marca España tiene que ver más con la creación de una imagen irreal que con la expresión de una identidad, la de la España y los españoles del presente, nuestro doloroso presente y nuestro más que dudoso futuro.

Ya que estamos en el dominio del márketing valga el ejemplo clásico y muy conocido entre los especialistas que es el de considerar la identidad y la imagen como un iceberg: la parte sumergida (mucho mayor) es la identidad, lo que se es y cómo se es; y la parte visible es la imagen, cómo somos percibidos. Si sucediera al revés –a base de cosmética comunicacional y ocultación- lo que tendremos a la postre es un témpano sobre el papel inviable. E imposible en la era de los móviles y de internet. 

Así es que si para potenciar la marca España, Mariano Rajoy felicita a aquellos españoles que se quedan en casa y no se manifiestan, lo único que hace es un ejercicio de cinismo inútil y bastante estúpido. Porque, le guste o no (que eso es lo que de verdad no le gusta) es el presidente de todos, incluso de los que no le votaron y de los que, habiéndolo hecho, ya se arrepienten.