No soy aficionado a las tertulias. No, desde luego, a las
que pretenden alguna singularidad, es decir, literarias, sobre cine, sobre
famoseo, las de la piscina de mi urbanización (escuela de vida en común en todo
caso) o sobre la excitante vida sexual de las lapas.
Generalmente, las antedichas –las tertulias, no las
lapas- solo sirven para que uno o dos de los asistentes se luzcan con sus sin
duda utilísimos conocimientos y los demás se esfuercen por orientar la charla –casi
siempre sin éxito- hacia algún punto en particular que dominan a base de darle
al Google o a los crucigramas de (cabroncete, Mambrino, que te tengo calao) de
El País.
Tampoco frecuento las de política general, ya sean en la
radio o en la cada vez más vomitiva televisión. Ello es así porque, cuando las
atendía jamás escuché a algún partícipe reconocer con un gesto que hubiera sido
de agradecer: mire usted, es que de ese asunto no tengo ni pajolera idea. Eso
le hubiera vuelto humano a él y a quienes con él estaban. Pero no. Esos tipos y
tipas que saben de todo y de todo opinan con convicción y conocimiento de causa
se me antojan marcianos pues tales pozos de conocimiento no son corrientes en
este mundo nuestro. Yo creo que la sonda como se llame (ese ingenio absurdo que
hemos enviado al planeta rojo como si no tuviéramos otra cosa en que gastar la
pasta por estos barrios) no va a encontrar vida inteligente (en ciertos casos
es solo un decir) sencillamente porque está entre nosotros.
En fin, me disculparán este largo exordio. Viene al caso
para explicar mi estado de ánimo postvacacional; tan jodido es que, sí, he
estado viendo una tertulia en televisión. Y no solo eso, sino que me ha
suscitado reflexiones creo que de utilidad, ya ves tú. Espero que no sea un
precedente o me lo tendré que hacer mirar.
Lo que se discutía es el dilema moral de si es peor
finiquitar los ahorros del personal a base de ese arma de destrucción masiva
que son las preferentes, o merece más reprobación asaltar un supermercado
dejándose detener sin oponer violenta resistencia. Les ahorraré reproducir aquí
los mejores momentos de la discusión; seguro que ya están hasta el colodrillo
de escuchar argumentos parecidos de los
unos y los otros.
Pero me quedé seriamente preocupado al escuchar a un
tertuliano aficionado a tildar de demagogos a todo quisqui siendo él la quintaesencia
del argumento intelectualmente tramposo, afirmar que ese camino que han
emprendido (Sánchez Gordillo y otros) es muy peligroso por cuanto no se sabe en
qué puede acabar.
Es decir: sabemos en qué ha acabado la libérrima
circulación de capitales; en qué está acabando Europa; en qué puede terminar el
estado del bienestar y todo lo que tenga el apellido público. Conocemos bien cual fue el destino del Palacio de
Invierno, pero ni por asomo vislumbramos a donde nos puede abocar la
incautación de ultramarinos.
Pudiera suceder que la opinión pública derivara hacia una
cierta perversión (a la que no serán ajenos algunos tertulianos) y acabemos justificando
merced a un nacionalismo de puerro y marca blanca que se requisen los garbanzos
de Carrefour, pero no los cosméticos Deliplus (se de unas cuantas amigas que
agradecerían especialmente este gesto) de Mercadona. Sobre Eroski ni palabra
que seguro que se me malinterpreta.
Un desastre en cualquier caso. Tanto que en primera
instancia pensé si no sería este asunto de los Sánchez Gordillo y otros el
principio del fin, el reverso tenebroso, de nuevo la amenaza de los soviets,
como parecía insinuar el mencionado tertuliano; ah ¿Qué no lo he mencionado?
Pues lo menciono oyes: era un tal Miralles.
Pero he tenido que comprar una llave inglesa y un acto
tan simple me ha abierto los ojos.
Se trata de una cortina de humo; es una maniobra de
distracción. Esas gentes que asaltan supermercados y se llevan cosas imprescindibles
para la supervivencia, actúan en connivencia con los chinos. ¿Qué no había
ningún chino entre los asaltantes? Pues claro, menudos son: actúan en la
sombra, a la chita callando, como una incesante lluvia fina.
Mientras con esas acciones inspiradas y pagadas sin duda
alguna por Pekín nos distraen, han conseguido que la clase media venida a menos
y cada vez más en riesgo de exclusión o, directamente, de extinción, nos
cuestionemos si conviene más comprar la herramienta por antonomasia, la llave
inglesa, ya digo, de la prestigiosa marca Bellota o una sin padre conocido en
un Hiper-Asia. Y lo peor, es que acabamos concluyendo que total qué más da si
sirve para lo mismo.
Y este es problema. Sí, sirve para lo mismo. Pero ese
plegarse a la realidad roma y ramplona, ese olvido del encanto de las viejas
ferreterías o el desdén por las supertiendas de bricolaje que tantos problemas
de autoestima han resuelto, implica una rendición, un entreguismo; es el fin de
toda una civilización.
Yo creo que Rajoy no lo sabe. Si lo supiera, a lo mejor tampoco
le gustaba.