Primero fue el populismo sin apellidos, ya saben una cosa bolivariana fundamentalmente, con una versión europea destacada que se encarnó en el Movimiento Cinco Estrellas de Bepe Grillo. En paralelo, campaba la extrema derecha europea o, algo más allá, los neonazis: Le Pen en Francia, Amanecer Dorado en Grecia, el FPÖ austriaco etc.
Syriza, por entonces, no era tanto populista como comunista
sin más.
Y en eso llegó Podemos, al decir de sus temerosos
oponentes y el cerrilismo cateto, una versión española del chavismo y otros ismos
chéveres.
Y ahora tenemos a Trump.
Como la ciencia política avanza que es una barbaridad, ya podemos
hablar con propiedad de populismo de derechas y populismo de izquierdas. Gran hallazgo
donde los haya, pues nos permite simplificar el mundo y meter en el mismo saco
a la AFD alemana, al Farage del Brexit, ya digo, a los cabestros de Amanecer
Dorado y ahora a Trump.
Y del otro lado tendríamos a Podemos, a Syriza (ahora que
hemos inventado el concepto populismo de izquierdas, ya sí) y muchos versos
sueltos: Melenchon en Francia, Corbyn en UK, Sanders en USA, que la izquierda siempre
fue más libérrima, más de especialidades, detalles y matices.
Y, como en todo caso, son una panda y comparten vicios, pues
hace unos días ese ejemplo de coherencia que es Rivera (paladín del cuñadismo,
otra brillante aportación reciente) ya nos ha avisado de que todos son lo mismo en
realidad, aseveración que rápidamente ha ratificado esa Hipatia rediviva que,
para nuestra fortuna, imparte doctrina allende Despeñaperros: en realidad todos
chupan del mismo pitorro del mismo botijo, ha sentenciado.
Dicen que el populismo consiste en contarle a la gente lo
que quiere escuchar sea o no factible. Lo que no explican estas luminarias es
por qué esa misma gente prestamos oídos a esas cosas y, en cambio, cuando
parlotean los timoneles de la virtud política miramos al cielo de aburrimiento
y, a veces, de indignación. Y tontos de baba no somos, oyes.