Disculpen el palabro. No es más que una forma de
personalizar la indignación, al modo por ejemplo de los yayoflautas, abuelos
irritadísimos como saben quienes sigan la agotadora realidad.
¿Qué quienes son los sesenflautas? Pues gentes que frisan la
sesentena y que en otras circunstancias
de tiempo y lugar no hubieran tenido seña de identidad alguna. Las tienen aquí
y ahora. Verán como sí.
Nacieron en los primeros cincuenta, es decir en una España
que hacía una década había salido de los años de plomo. No conocieron pues en
su infancia las penurias de sus padres y alcanzaron el desarrollismo siendo aún
demasiado chicos para enterarse de lo que se cocía a su alrededor; aún llegaron a recibir el queso y la leche
en polvo americanos sin tener la menor idea de que aquello era un humillación.
En el decenio de la eclosión de los Beatles, apenas les
creía una pelusilla bajo la nariz a ellos y les apuntaban los pechos a ellas,
así es que sus intentos por parecerse a quienes les precedían en unos pocos
años (en la vestimenta, en los gustos, en algo parecido a las ideas) eran
francamente patéticos.
No son hijos del 68 (aún estaban saliendo de la adolescencia
de entonces, mucho más triste y pacata
que la de hoy) y si trataron en algún momento de presumir de ello, siempre hubo
alguien cerca legitimado para descubrir la patraña pues sabía las claves porque conocía a uno que
sabía de otro que tenía un amigo que estuvo un rato en el boulevard de Saint
Germain cuando bajo los adoquines estaba la playa. A cambio, siempre pudieron
asegurar con la cabeza muy alta que la acusación de haber asistido a guateques
era una falsedad, aún cuando eso era porque les echaban por pequeñajos.
Los sesenflautas se plantaron en la transición habiendo
alcanzado el uso de razón pero, una vez más, llegaron tarde. Salvo excepciones
(algunos, los menos, pueden esgrimir con orgullo que asistieron a disco fórum
de cantautores comprometidos, charlas de curas rojos y otros hitos de la
historia reciente de España o, incluso, que durante algún tiempo pudieron
mostrar con orgullo en la espalda el verdugón producido por una porra de los
grises, luego la madera y más tarde, cuando se tornaron respetables, los
cuerpos y fuerzas de seguridad de estado)
la generación de políticos, periodistas, intelectuales, profesionales,
etc que tuvo un mayor protagonismo en
aquella época (que a veces añoramos tal vez más de lo que debiéramos) los que
luego ejercieron cierto poder en distintos ámbitos era o mucho más mayor -lo de
la conversión de San Pablo solo fue el principio- o, de nuevo, sus hermanos
mayores.
No me extenderé. El
hecho es que los sesenflautas de nuevo van a retrasados. Por edad es
posible que hayan cotizado más de cuarenta años pues, aunque a los jóvenes de
ahora -y no por su causa- les parezca inconcebible, hubo un tiempo en que había
trabajo y se comenzaba la vida laboral a muy temprana edad. Es decir, es
probable que hayan entregado a la sociedad, por
expresarlo solo en términos monetarios, la cuarta parte de lo que
ganaron con su esfuerzo de toda una vida. Una vida en la que creyeron que la
honestidad y el sentido del deber eran valores, una vida armada en torno a un
modelo de sociedad en la idea de que lo que es de todos es tarea de todos y el
Estado, ese instrumento que nos damos a nosotros mismos regula y distribuye no
tanto para socializar lo poco o mucho que haya, sino para buscar los
equilibrios precisos a fin de que tenga sentido la vida juntos, protegiendo al
débil y respetando e incentivando la iniciativa de cada cual. Lo que en
definitiva luego hemos llamado el estado del bienestar, un verdadero hallazgo
europeo, una seña de identidad y no un entretenimiento de gente ociosa o caraduras como
algunos pretenden hoy.
En esta época que nos toca vivir, los sesenflautas se sienten básicamente estafados, porque habiendo soñado con un descanso que creen
bien ganado, como al corredor de maratón que está a punto de cruzar la meta y
de pronto le ponen la cinta unos kilómetros más allá, les irrita pensar que
tendrán que seguir soportando la incertidumbre de si los despedirán o no si es
que no están ya en las infamantes listas del INEM y habrán de malvivir con un
subsidio hasta la jubilación; que tal vez ésta se vea reducida no saben hasta
qué punto; que acaso tendrán que seguir manteniendo a los hijos y puede que en
no pocos casos a los nietos.
Como no pueden creer que aquel modelo de sociedad era falso
sienten más bien que es ahora cuando están siendo engañados. Y tienen razón;
¿saben por qué? Porque no puede ser de otro modo; lo contrario sería demasiado
espantoso para toda una vida y por mucho que
todo esto a nuestra clase dirigente se la sude, a esa clase de gentuza
que grita “¡que se jodan!” o que aplaude la sentencia al ostracismo de muchos o
la gracia torera del sacerdote del recorte o las dos cosas y que, como escribía
Manuel Rivas hace poco, no sé si da más asco o terror.
Estos días hemos sabido que un sujeto de sesenta años
atracaba él solo oficinas bancarias con un revólver de pega. Igual era un
sesenflauta decidido a llegar a tiempo esta vez. Pero le han detenido.