¿Qué es peor, la presunta corrupción de Pujol o la
presunta ingenuidad de González
asegurando que Pujol no le parece un corrupto?
A bote pronto, naturalmente, es mucho peor robar que
manifestarse acorde con la bendita inocencia con que la Providencia, siempre
inexcrutable, dota a veces a sus criaturitas aunque tengan éstas más conchas
que un galápago.
Pero desde el punto de vista, estrictamente (no se me
vaya a entender de forma torcida) de la simbología social, tanto da.
A la mente le cuesta trabajo abarcar toda la complejidad
de la vida, lo intrincado de las relaciones sociales y los vericuetos por los
que transitan las ideas, las motivaciones y las conductas, individuales y
colectivas. Es, sencillamente, que el ser humano resulta a la postre incapaz de ser omnicomprensivo por
más que lo intenten los filósofos.
Por eso hemos inventado los estereotipos y los tópicos
que, por cierto, tienen una injustificada mala fama: nos ofrecen una realidad
comprimida, asumible, que nos permite seguir viviendo con lo nuestro de cada
día con solo echar una mirada en derredor; el problema es cuando alguien cree
que a eso se reduce todo.
Por eso son necesarios también los símbolos aunque,
obviamente, no sean suficientes para vivir.
Pujol, como González, son símbolos: para la gente de mi
edad lo son; son como señas de identidad de toda una vida: su nombre y su
imagen evocan mi juventud; aluden a sueños de libertad, de modernidad; se
refieren a lo que queríamos ser los españoles con esperanza incluso más allá de
las ideologías y las opciones políticas…en fin, sería imposible enumerar aquí
los infinitos perfiles de esa complejidad a la que me refería antes.
Por eso, cuando uno descubre que Pujol lleva robando a
los españoles, a los catalanes y quien se pusiera a tiro toda la vida y
González se manifiesta como lo haría un niño o un bobo o qué se yo, a uno se le
pone cara de gilipollas, un semblante de una gilipollez infinita, injustificable,
inexplicable, insoportable.