jueves, 1 de diciembre de 2011

Los pobrecitos ancianos

Se bien que en estos tiempos de penuria, en los que familias enteras carecen de recursos para mantenerse, explicar lo que sigue puede ser algo sin interés; un asunto menor en el que no cabe recabar la compresión de nadie y esperar apoyo de ninguna clase.
Y sin embargo, se me antoja un paradigma: el del olvido del estado de bienestar por asuntos que las almas bien pensantes y el universo de lo políticamente correcto ignoran porque, acaso, no siquiera conciben.
¿Me estoy refiriendo a la falta de apoyo social a quienes han de ocuparse de ancianos enfermos, singularmente los que padecen demencias de algún tipo; personas que los cuidan en casa y, casi siempre, mujeres? Ese es un problema muy grave, sí. Pero no, no es a eso a lo que quiero referirme.
Imaginen que tienen en casa un anciano. Es una persona amable con las visitas y con los médicos. Su cabeza funciona, es decir, está orientado, es capaz de recordar qué medicinas ha de tomar cada día y a qué horas, opina sobre asuntos corrientes, etc. No tiene ninguna enfermedad significativa. Hay un problema, sin embargo: muerde la mano que le da de comer. Es un síndrome real aunque no incapacitante que consiste en el empeño patológico de tratar de imponer su voluntad a quienes le cuidan siempre, sea cual sea el asunto de que se trate, no respetarles no ya como familia, ni siquiera como personas, etc. Con el tiempo y en especial si como aconsejan los especialistas no se le toleran las imposiciones, la cosa deriva en insultos y hasta en intentos de agresión hacia sus cuidadores.
Pero, ya digo, si le pasan un test, dará que es una persona perfectamente capaz y, por tanto, no existe posibilidad alguna de tomar decisiones por él/ella, aunque sea, si se me permite la expresión, en defensa propia. Es decir, no hay posibilidad de que un juez determine desposeerle de la capacidad de tomar decisiones de forma autónoma. Muy al contrario, de intentarlo, podría considerarse que se pretende atentar contra sus derechos individuales.
Si las victimas del venerable anciano acuden a los servicios sociales, o comentan el caso con allegados, lo que obtendrán son elogios de la paciencia y la necesidad de comprensión y, de paso, alguna velada crítica relacionada con la falta de tolerancia hacia nuestros mayores. Es decir, lo que cabría esperar de una sociedad pacata, que no desea enfrentar conflictos que no quiere ver porque no suelen salir del ámbito del hogar, una sociedad de lo políticamente correcto y del tópico, capaz de dejar que un viejo muera solo en su mugriento piso después de años de olvido, y mirar para otro lado cuando alguien tiraniza a los demás y encima cree que ser mayor le legitima para ello. Esto no es violencia de género, pero ¿a que les suena la música?
Estos ancianos son destructivos, letales, nocivos para quienes les cuidan. Y no es cierto que se hayan vuelto así como la edad: lo fueron siempre y si quienes los conocen se detienen a recordar detalles, actitudes y comportamientos de tiempos pretéritos se darán cuenta de que eran lo que son ahora; lo único nuevo es su condición de anciano con las circunstancias que le son propias a la vejez.
Y ¿saben qué es lo peor de todo? No, no lo saben la mayoría de ustedes, aunque tal vez alguien esté padeciendo o haya padecido una situación parecida y, entonces sí, lo entenderá perfectamente: lo peor es que cuando el infierno pasa, queda un vacío, una sensación de derrota, un sentimiento de haber padecido sin propósito y sin sentido, sin ninguna razón. Desapareció la pupa insidiosa, pero no era un cuerpo extraño y se percibe un hueco en los tejidos. No es ya un asunto personal. Es el fracaso de la condición humana, de la capacidad de amar; de entender y entenderse; es un borrón sobre tu propia historia, sobre tus recuerdos, sobre tu vida entera. Y no habrá servido para nada.