Si, de forma incesante, hemos de asistir casi cada día a
un caso de corrupción, ineficiencia, estupidez o perplejidad del que
invariablemente son protagonistas sujetos que gestionan la cosa pública (a mi
me parece que ya ni merecen ser llamados “políticos”, tal es la contaminación
del ejercicio del noble arte como lo denominó el griego -con perdón- Platón,
que conviene no añadir más mierda o acabaremos teniendo que inventar otro
término) el desgraciado asunto del Madrid Arena me parece algo insoportable.
La muerte de esas cuatro chicas es algo terrible y solo
los desalmados sentirán que el luto no va con ellos. Nada es comparable a la
muerte de una persona joven, de un hijo, de un amigo, pero el dolor por la
pérdida es algo inconcebible para quien no la padece en su carne y su alma, así
es que dejemos a los muertos y a quienes aún los sienten como si le hubiera
sido amputado un miembro, en paz con su duelo.
Que miserable la actitud de quienes ya desde el principio
se dedicaron a insultar de alcance la memoria de los que ya no están y de sus
padres, señalándoles como los responsables primeros de su propio, espantoso,
mal. Esos deben ser apartados de nuestra atención cuanto antes o,
insignificantes hoy, acabarán sacándonos de nuestras casillas; ni siquiera
nuestra irritación merecen y sí el desprecio de la gente decente. Sobre esos
tertulianos (que lástima de palabra pervertida) que teorizan con los cuerpos todavía calientes de
esas chicas, casi niñas, a propósito de la degradación de las costumbres y los
valores, ellos en cuyas vísceras habita la podredumbre moral más abyecta,
confieso que no se qué pensar ni qué decir; eso ya ni me produce enfado, solo
una tristeza rara, muy rara.
Lo de menos, si vale decirlo así, son los delincuentes
que organizaron el concierto en las condiciones en que lo hicieron y que, por
tanto, son criminales (vale, presuntos) responsables de asesinato, sí de
asesinato tal como lo define el diccionario. La sociedad tiene instrumentos
suficientes para hacerles pagar lo que han hecho. Aún en estos tiempos de
incredulidades, debería bastar con esperar que actúe la justicia.
Y poco importa ese personaje menor, la sobrevenida
(recuerden: nadie la ha votado) alcaldesa capitalina, un grano que, si acaso es
el exponente de algo, será de eso tan conocido de que merecemos lo que tenemos
o no se explica que lo tengamos. Por comparar con la actitud de un compañero de
partido de la regidora en otro asunto también de estos días: del ministro de
Interior, Jorge Fernández, cabía esperar la coherencia de aceptar el mandato
del Constitucional respecto a los matrimonios entre personas del mismo sexo y, sin
embargo, mantener su negativa personal que él fundamenta en criterios morales. Nada
que objetar. De Botella solo se podía esperar lo que hizo: irse de puente en
medio de tanto dolor. Y ¿qué decir de esa corte de ediles, presidentes de
empresas municipales, o las dos cosas y más, tan capaces como son, que se esconden
como ratas detrás de una maraña argumental, administrativa o pseudo legal, para
negar la evidencia de que ellos, por acción u omisión, consintiendo,
justificando, ignorando…? Pues que son prevaricadores y los responsables últimos
de la desgracia. Pero se irán de rositas como ya hemos visto tantas veces; así
de enferma está la razón y hasta el pudor.
Un buen amigo con quien, no obstante, mantengo no pocas
discrepancias políticas y puede que ideológicas, sostiene desde hace tiempo a
mi juicio con más voluntarismo que otra cosa, que ante la crisis y a pesar de
todo, deberíamos adoptar una actitud positiva puesto que el pesimismo nada construye.
Aunque eso sea más fácil de decir que de llevar a cabo cuando la maldita crisis
te afecta directamente, o a tu gente, o cuando la mera observación de la
realidad cotidiana invita a tirar la toalla, estaría dispuesto a seguir la
recomendación de mi buen amigo amigo si no fuera porque están esas otras cosas
que nos distraen, que no nos dejan centrarnos en tratar de salir adelante.
Lo del Madrid Arena se me antoja una sangrienta parábola:
Ya solo los mansos corderos han interiorizado que durante
años vivimos por encima de nuestras posibilidades es decir que, de algún modo,
todos (o sea, nadie de quienes en verdad lo son) somos responsables de esta
crisis. Eso se nos dijo hasta el hartazgo y hoy, cuando vemos como se nos van
tantas cosas por el desagüe, comprendemos lo monstruoso de la acusación. Tampoco
los muertos y heridos del Madrid Arena y sus familias lo son de su desgracia,
aunque algunos pretendan semejante monstruosidad
y otros con sus actitudes escapistas y cobardes, insulten a quienes sangrarán durante
mucho tiempo el recuerdo de estas chicas por cada poro de su piel. Esa gentuza
debería irse a su casa en silencio permitiendo que en un postrer ejercicio,
acaso lo único noble que hagan en su vida, de (si se me permite la broma) patriotismo
y de caridad cristiana, les olvidemos, a ellos sí, cuanto antes.
Mi amigo escribe a veces que detecta entre los españoles cierto
grado de odio creciente que tiene que ver con las distintas posiciones
políticas. Puede ser, aunque yo prefiero pensar que no es así; qué quieren,
como él también yo peco de voluntarismo. Pero, en todo caso, a mí es esa
desvergüenza, esa desfachatez, esa hipocresía criminal incluso cuando aún recordamos
perfectamente y a la primera que se llamaban Cristina, Rocío, Katia y Belén, lo
que me produce, si no odio, algo que se le parece mucho. Y me resulta
insoportable, la verdad.