jueves, 8 de noviembre de 2012

Madrid Arena, una parábola sangrienta


Si, de forma incesante, hemos de asistir casi cada día a un caso de corrupción, ineficiencia, estupidez o perplejidad del que invariablemente son protagonistas sujetos que gestionan la cosa pública (a mi me parece que ya ni merecen ser llamados “políticos”, tal es la contaminación del ejercicio del noble arte como lo denominó el griego -con perdón- Platón, que conviene no añadir más mierda o acabaremos teniendo que inventar otro término) el desgraciado asunto del Madrid Arena me parece algo insoportable.

La muerte de esas cuatro chicas es algo terrible y solo los desalmados sentirán que el luto no va con ellos. Nada es comparable a la muerte de una persona joven, de un hijo, de un amigo, pero el dolor por la pérdida es algo inconcebible para quien no la padece en su carne y su alma, así es que dejemos a los muertos y a quienes aún los sienten como si le hubiera sido amputado un miembro, en paz con su duelo.

Que miserable la actitud de quienes ya desde el principio se dedicaron a insultar de alcance la memoria de los que ya no están y de sus padres, señalándoles como los responsables primeros de su propio, espantoso, mal. Esos deben ser apartados de nuestra atención cuanto antes o, insignificantes hoy, acabarán sacándonos de nuestras casillas; ni siquiera nuestra irritación merecen y sí el desprecio de la gente decente. Sobre esos tertulianos (que lástima de palabra pervertida) que teorizan con los cuerpos todavía calientes de esas chicas, casi niñas, a propósito de la degradación de las costumbres y los valores, ellos en cuyas vísceras habita la podredumbre moral más abyecta, confieso que no se qué pensar ni qué decir; eso ya ni me produce enfado, solo una tristeza rara, muy rara.

Lo de menos, si vale decirlo así, son los delincuentes que organizaron el concierto en las condiciones en que lo hicieron y que, por tanto, son criminales (vale, presuntos) responsables de asesinato, sí de asesinato tal como lo define el diccionario. La sociedad tiene instrumentos suficientes para hacerles pagar lo que han hecho. Aún en estos tiempos de incredulidades, debería bastar con esperar que actúe la justicia.

Y poco importa ese personaje menor, la sobrevenida (recuerden: nadie la ha votado) alcaldesa capitalina, un grano que, si acaso es el exponente de algo, será de eso tan conocido de que merecemos lo que tenemos o no se explica que lo tengamos. Por comparar con la actitud de un compañero de partido de la regidora en otro asunto también de estos días: del ministro de Interior, Jorge Fernández, cabía esperar la coherencia de aceptar el mandato del Constitucional respecto a los matrimonios entre personas del mismo sexo y, sin embargo, mantener su negativa personal que él fundamenta en criterios morales. Nada que objetar. De Botella solo se podía esperar lo que hizo: irse de puente en medio de tanto dolor. Y ¿qué decir de esa corte de ediles, presidentes de empresas municipales, o las dos cosas y más, tan capaces como son, que se esconden como ratas detrás de una maraña argumental, administrativa o pseudo legal, para negar la evidencia de que ellos, por acción u omisión, consintiendo, justificando, ignorando…? Pues que son prevaricadores y los responsables últimos de la desgracia. Pero se irán de rositas como ya hemos visto tantas veces; así de enferma está la razón y hasta el pudor.

Un buen amigo con quien, no obstante, mantengo no pocas discrepancias políticas y puede que ideológicas, sostiene desde hace tiempo a mi juicio con más voluntarismo que otra cosa, que ante la crisis y a pesar de todo, deberíamos adoptar una actitud positiva puesto que el pesimismo nada construye. Aunque eso sea más fácil de decir que de llevar a cabo cuando la maldita crisis te afecta directamente, o a tu gente, o cuando la mera observación de la realidad cotidiana invita a tirar la toalla, estaría dispuesto a seguir la recomendación de mi buen amigo amigo si no fuera porque están esas otras cosas que nos distraen, que no nos dejan centrarnos en tratar de salir adelante.

Lo del Madrid Arena se me antoja una sangrienta parábola:

Ya solo los mansos corderos han interiorizado que durante años vivimos por encima de nuestras posibilidades es decir que, de algún modo, todos (o sea, nadie de quienes en verdad lo son) somos responsables de esta crisis. Eso se nos dijo hasta el hartazgo y hoy, cuando vemos como se nos van tantas cosas por el desagüe, comprendemos lo monstruoso de la acusación. Tampoco los muertos y heridos del Madrid Arena y sus familias lo son de su desgracia, aunque algunos  pretendan semejante monstruosidad y otros con sus actitudes escapistas y cobardes, insulten a quienes sangrarán durante mucho tiempo el recuerdo de estas chicas por cada poro de su piel. Esa gentuza debería irse a su casa en silencio permitiendo que en un postrer ejercicio, acaso lo único noble que hagan en su vida, de (si se me permite la broma) patriotismo y de caridad cristiana, les olvidemos, a ellos sí, cuanto antes.

Mi amigo escribe a veces que detecta entre los españoles cierto grado de odio creciente que tiene que ver con las distintas posiciones políticas. Puede ser, aunque yo prefiero pensar que no es así; qué quieren, como él también yo peco de voluntarismo. Pero, en todo caso, a mí es esa desvergüenza, esa desfachatez, esa hipocresía criminal incluso cuando aún recordamos perfectamente y a la primera que se llamaban Cristina, Rocío, Katia y Belén, lo que me produce, si no odio, algo que se le parece mucho. Y me resulta insoportable, la verdad.