Igual pensarán ustedes que me la cojo con papel de fumar.
Puede ser. Es posible que esas recurrentes apelaciones a la marca España no sean sino una forma
moderna de hablar, frecuente en quienes expresan opiniones más conservadoras y
algo menos –también ocurre, desde luego- en gentes que se reclaman
progresistas, aunque en este caso tengo la sensación de que tras las palabras
no hay mucho más que el deseo un poco necio de estar a la moda usando una
expresión sobre cuyo significado no se ha reflexionado mínimamente.
Ya digo, no es descartable que yo sea un antiguo o un
purista. Pero, como creo que el lenguaje no es inocente, me sale un sarpullido
cada vez que escucho lo de la marca
España, sobre todo porque siempre es para quejarse del daño que nos hacen
las imágenes de la parroquia protestando en una manifestación, la de los
simbólicos depredadores de supermercados y cosas así.
Como sabe cualquier profesional del márketing, una marca
es todo aquello que los consumidores reconocen como tal. Es un producto, un
servicio o ambos, o una gama de ambos al que se ha revestido de un ropaje tan
atractivo que consigue que la oferta se desee, se pida, se exija, con
preferencia sobre otras. En definitiva, la marca es el nombre, término, símbolo
o diseño, o una combinación de ellos, asignado a un producto o a un servicio o
a un conjunto. De manera que la marca ofrece de la oferta, junto con su realidad
material, una realidad psicológica, una imagen formada por un contenido
preciso, cargado de afectividad: seguridad para unos, prestigio para otros, etc.
Disculpen ahora un repasito a los fundamentos de las
cosas: nación, en sentido estricto, tiene dos acepciones, la nación política,
en el ámbito jurídico-político, es un sujeto político en el que reside la
soberanía constituyente de un Estado; la nación cultural, concepto
socio-ideológico más subjetivo y ambiguo que el anterior, se puede definir a
grandes rasgos, como una comunidad humana con ciertas características
culturales comunes, a las que dota de un sentido ético-político.
¿Es solo una forma de hablar eso de considerar que lo que
sin duda es una nación y un estado, España, es también una marca? No, creo que
no. No me parece que esa estimación pseudomercantilista sea ideológicamente
inmaculada.
La periodista María José Navarro escribía hace unas
fechas en La Razón: “…y me da miedo, eso sí, que hayamos lanzado la marca sin
haber mejorado el producto, no sea que al final nos convirtamos en el Ryanair
de la ONU”
Claro, es que es imposible no desear (salvo tendencias
suicidas) que fuera de España se nos aprecie: que se estime lo que hacemos y lo
que somos. Pero me temo que esa monserga de la marca España tiene que ver más con la creación de una imagen irreal
que con la expresión de una identidad, la de la España y los españoles del
presente, nuestro doloroso presente y nuestro más que dudoso futuro.
Ya que estamos en el dominio del márketing valga el ejemplo
clásico y muy conocido entre los especialistas que es el de considerar la
identidad y la imagen como un iceberg: la parte sumergida (mucho mayor) es la
identidad, lo que se es y cómo se es; y la parte visible es la imagen, cómo
somos percibidos. Si sucediera al revés –a base de cosmética comunicacional y
ocultación- lo que tendremos a la postre es un témpano sobre el papel inviable.
E imposible en la era de los móviles y de internet.
Así es que si para potenciar la marca España, Mariano Rajoy felicita a aquellos españoles que se
quedan en casa y no se manifiestan, lo único que hace es un ejercicio de
cinismo inútil y bastante estúpido. Porque, le guste o no (que eso es lo que de
verdad no le gusta) es el presidente de todos, incluso de los que no le votaron
y de los que, habiéndolo hecho, ya se arrepienten.