En los 50 y 60, nos cayó encima lo que fue conocido como
el Desarrollismo; sus criaturas, los
llamados tecnócratas, eran tipos aburridos, grises, pero modernos a su manera.
Gentes, más bien come santos que, no obstante, trincaban lo mismo que su
predecesores aunque ya no hacían negocios poniendo el pistolón encima de la
mesa.
De lo anterior hasta más o menos la agonía de Franco,
poco de nuevo. Creánme si les digo que por entonces aún había en España pueblos
sin luz, analfabetos relativos y absolutos (así se distinguía en aquellos días entre
los que sabían firmar y los que ni eso) y las mujeres tenían que pedir permiso
a sus maridos para casi todo. ¡Y hace de eso apenas cuarenta años!En este repaso atropellado, a resaltar que se murió el Caudillo e hicimos la Transición, algo que se la suda a los más jóvenes y da para que lo que peinamos canas andemos discutiendo a propósito de esto y lo otro y lo de más allá sobre todo ahora que se nos ha muerto el mito. En fin…sobre la ingente y delicada obra que fue desmontar el Régimen para dar a luz una Democracia ya disertan los historiadores y los tertulianos y allá cada cual si extrae lecciones o no de lo sucedido y/o de lo que dicen que sucedió.
Yo quiero referirme aquí a la ilusión traicionada, a la
estafa generacional. Es que yo soy de los que me creí que mi país y mis
paisanos habíamos tomado por fin el tren de la historia como diría un cursi. Es
que tengo la edad necesaria para recordar que cuando empezamos a viajar fuera
de nuestras fronteras (por que las había, oiga) llevábamos la boina puesta y
nos pasmábamos ante lo que veíamos, oíamos, tocábamos. Yo me creí Europa y
desee con todas mis fuerzas ser europeo, porque significaba poder leer aunque
fuera tarde lo que no leí cuando correspondía. Me creí a pies juntillas la
ilusión colectiva y un proyecto de país en el que todos parecíamos estar
embarcados. Sabía que era necesario esforzarse, nunca fue fácil, pero había que
hacerlo porque ese esfuerzo significaba mi bienestar y el de los míos por
varias generaciones: por fin habría igualdad de oportunidades; nunca más
volveríamos al hambre y la miseria; jamás sufriríamos imposiciones sobre qué
pensar o en qué creer; mis hijos y los hijos de mis hijos podrían tener un
mínimo garantizado desde el que empezar y el resto dependería exclusivamente de
ellos, no de su ideología, o de la suerte, o de su parentela.
Claro que hubo altibajos, claro que España y Europa
pasaron en este largo periodo por situaciones difíciles, claro que hubo crisis.
Claro que hubo épocas en que llegábamos a fin de mes con números rojos en la
cuenta corriente. Pero bastaba mirar a las generaciones más jóvenes para darse
cuenta de que estábamos –o parecía que estábamos- a años luz y de que la carrera hacia un futuro mejor era – o
lo parecía- imparable.
Pero No. Resulta que hemos sido estafados; somos objeto
de un fraude, los sujetos pasivos de una gran mentira.
Los Blesa, Bárcenas, Castillejo, Oliva, Correa, Roca y
tantos otros son los mismos parásitos de los años 40, 50 y 60; si hasta da
vergüenza percatarse de que son tan zafios y horteras como aquéllos. ¿En dónde
han estado metidos? ¿En qué madriguera se escondían? ¿O será que todos
estábamos ciegos?
Es que, además, aquellos que entonces eran de misa diaria,
sudaban patriotismo y ponían el cazo, no eran distintos de estos que hoy agravan
el desempleo con sus reformas y al tiempo piden a la Virgen del Rocío que eche
una mano, los que proponen leyes mordaza y homenajean con bandas y medallas a
otras vírgenes, los que pasaron por ser lo más granado de la modernidad
conservadora y han resultado ser martillo inmisericorde de la libertad de la
mujeres…
Los creí extinguidos, la verdad. Pensé que eran
incompatibles con la España que soñábamos cada día, cada hora, la que creíamos
estar construyendo.
Pero seguían ahí, esperando la ocasión, mientras los
sacerdotes negros del neoliberalismo jaleaban arquetipos de triunfadores,
modernos de gomina y pulserita y roían hasta con chulería los cimientos del
imperio de la ley, la soberanía y la nación con su globalización criminal,
incontrolada e incontrolable; mientras a los que tras el horror de las grandes
guerras impulsaron un nuevo modo de ser y entenderse, realista pero
transformador, solidario, el más notable hallazgo social y político de la
historia, el estado del bienestar, se les caían los palos del sombrajo,
perplejos, sin discurso y perdiendo credibilidad a marchas forzadas, como un
boxeador sonado acertando apenas a balbucear terceras vías y otras quimeras.
Dentro de apenas un mes son las Elecciones al Parlamento
Europeo. Es la octava vez que somos llamados a votar y serán las primeras
elecciones tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, que introdujo
cambios en la composición de la cámara y dio más poder al Parlamento Europeo;
de manera que sí, hay un salto cualitativo.
Pero la Europa en la que se nos pide que nos pronunciemos
es esa en la que las instituciones funcionan peor que nunca, en donde la
pobreza ha crecido de forma exponencial y la brecha entre ricos y pobres se ha
ensanchado de forma dramática; todo ello desde que se aplican las políticas
económicas dominantes (austericidio les
llaman algunos) Claro, se nos dirá desde la izquierda –real o presunta- que
justo por eso hay que ir a votar, para cambiar ese estado de cosas. Pero
Holande decepciona, el SPD coaligado con la CDU firma en Alemania medidas que
pretenden restringir la libre circulación de europeos (pobres, claro) Italia condena
a la pobreza al 7% de su población; en Grecia vuelven enfermedades como la
malaria o la tuberculosis, hijas de la miseria; en España la pobreza infantil
es insoportable según una institución tan poco sospechosa de ser antisistema
como Cáritas…Esa es la Europa de los Estados, la real, la del día a día, la de
las medidas que tocan a la vida de la gente.
El sociólogo José María Maravall se preguntaba hace poco
(El País, 6 de enero último) si “Hay políticos en la Europa de hoy dispuestos a
dar un golpe de timón con políticas redistributivas y electorados dispuestos a
apoyarles” A los primeros yo nos los conozco y, en cuanto a los segundos, hay
sin duda millones de electores deseando ser seducidos, pero ya no se creen los
cuentos.