Antes nacíamos, trabajábamos un buen número de años y,
con la jubilación, disfrutábamos de un
bien merecido descanso de manera más o menos desahogada. Esa era una ecuación
que formaba parte de nuestro plan de vida, de la misma manera que solo un
matemático pejiguera pondría en cuestión que dos más dos son cuatro avisándonos de que
eso solo es así porque operamos en base a una convección que denominamos
sistema decimal.
Esa secuencia se ha quebrado hasta tal punto de que,
acaso naceremos, pero eso es lo único, en su caso, seguro de la fórmula que he
empleado al principio. Eso para las nuevas generaciones que, de todos modos,
comprenden ya por la fuerza de los hechos, que si son griegos, portugueses,
irlandeses, españoles…(a los chipriotas parece que la idea es tirarlos al mar
sin más para quedarse con sus ahorros) deberán abandonar el país en donde nacieron o, con suerte, trabajaran a salto de mata y con
contratos precarios; y, desde luego, no tendrán en absoluto asegurada una vejez
sosegada.
Para quienes nacer, trabajar y jubilarse era un credo
(como el sistema decimal), lo que hoy nos toca vivir es la evidencia de una
auténtica estafa: lo es haber entregado al Estado una parte muy sustancial del
fruto de nuestro trabajo durante muchos años y haber creído que tal cosa obedecía a la necesidad de sostener un sistema social
de base solidaria y pretendida justicia distributiva, o sea, eso que conocemos
como la idea de Europa y su único hallazgo verdaderamente significativo: el
estado del bienestar.
Ahora se nos dice con absoluta desfachatez que la
esperanza de vida ha aumentado y por tanto es natural que se alargue la edad de
jubilación, como si una persona de 65 años que tal vez ha trabajado (y
cotizado) más de 40 no fuera, como antes, como siempre, un anciano o anciana a
quien le duele la espalda, tiene quizás hiperglucemia o la tensión alta y lo
que desea es pasear en paz después de haber madrugado tanto, malcomido cada día
y, en definitiva, haber hecho aportaciones sobradas a la sociedad.
De entre todos los insultos que nos vemos obligados a
aguantar cada día por quienes nos gobiernan, ese es uno de los más insoportables.
Sobre todo porque nuestro lozano y pujante jovencito que peina las cuatro canas que le quedan es
probable que aún tenga a su cargo algún hijo o hija en paro, más la nuera o el yerno, más acaso
un par de nietos. Puede incluso que, si en su casa acoge a un vástago que gana
con una mierda de trabajo algo más de 900 euros que no le dan para
independizarse a pesar de tener 35 años, al guayabo sesentón le quiten el
subsidio ese de 425 euros que venía cobrando desde que se le acabó el desempleo
y con el que aguantaba como podía esperando la jubilación.
Y, encima, todo esto se hace –le dicen- para salvaguardar el
sistema.