domingo, 17 de marzo de 2013

La gran estafa


Antes nacíamos, trabajábamos un buen número de años y, con  la jubilación, disfrutábamos de un bien merecido descanso de manera más o menos desahogada. Esa era una ecuación que formaba parte de nuestro plan de vida, de la misma manera que solo un matemático pejiguera pondría en cuestión que dos más dos son cuatro avisándonos de que eso solo es así porque operamos en base a una convección que denominamos sistema decimal.
Esa secuencia se ha quebrado hasta tal punto de que, acaso naceremos, pero eso es lo único, en su caso, seguro de la fórmula que he empleado al principio. Eso para las nuevas generaciones que, de todos modos, comprenden ya por la fuerza de los hechos, que si son griegos, portugueses, irlandeses, españoles…(a los chipriotas parece que la idea es tirarlos al mar sin más para quedarse con sus ahorros) deberán abandonar el país en donde nacieron o, con  suerte, trabajaran a salto de mata y con contratos precarios; y, desde luego, no tendrán en absoluto asegurada una vejez sosegada.

Para quienes nacer, trabajar y jubilarse era un credo (como el sistema decimal), lo que hoy nos toca vivir es la evidencia de una auténtica estafa: lo es haber entregado al Estado una parte muy sustancial del fruto de nuestro trabajo durante muchos años y haber creído que tal cosa obedecía a la necesidad de sostener un sistema social de base solidaria y pretendida justicia distributiva, o sea, eso que conocemos como la idea de Europa y su único hallazgo verdaderamente significativo: el estado del bienestar.
Ahora se nos dice con absoluta desfachatez que la esperanza de vida ha aumentado y por tanto es natural que se alargue la edad de jubilación, como si una persona de 65 años que tal vez ha trabajado (y cotizado) más de 40 no fuera, como antes, como siempre, un anciano o anciana a quien le duele la espalda, tiene quizás hiperglucemia o la tensión alta y lo que desea es pasear en paz después de haber madrugado tanto, malcomido cada día y, en definitiva, haber hecho aportaciones sobradas a la sociedad.  

De entre todos los insultos que nos vemos obligados a aguantar cada día por quienes nos gobiernan, ese es uno de los más insoportables. Sobre todo porque nuestro lozano y pujante jovencito que peina las cuatro canas que le quedan es probable que aún tenga a su cargo algún hijo o hija en paro, más la nuera o el yerno, más acaso un par de nietos. Puede incluso que, si en su casa acoge a un vástago que gana con una mierda de trabajo algo más de 900 euros que no le dan para independizarse a pesar de tener 35 años, al guayabo sesentón le quiten el subsidio ese de 425 euros que venía cobrando desde que se le acabó el desempleo y con el que aguantaba como podía esperando la jubilación.
Y, encima, todo esto se hace –le dicen- para salvaguardar el sistema.