Hay una medida tomada por el Gobierno en el Consejo de
Ministros del pasado día 15 que ha pasado bastante desapercibida y que es, sin
embargo, un ataque furibundo (otro más) en la línea de flotación del estado del bienestar.
Se trata de un anteproyecto de ley que contiene reformas de gran calado en las
administraciones públicas.
La que ha llamado más la atención es la limitación de los
sueldos (cuando no eliminación de las retribuciones regulares) de los alcaldes
y concejales. Y es esto sin duda de gran trascendencia pues, de llevarse a
efecto, estaríamos ante una singular democracia que solo permitiría el
ejercicio de la política activa a los ociosos con posibles, que propiciaría las
privatizaciones o, como diría esa gentuza que a base de contumacia ya resulta
infantiloide, la externalización de la gestión hasta extremos nunca vistos.
Pero de mayor incidencia que la anterior es la pretendida
retirada de las competencias a los Ayuntamientos en materia de servicios
sociales y educación infantil. De salir
adelante lo que el Gobierno establece en el anteproyecto de ley, tales
competencias se cederían a las Comunidades Autónomas. Eso sí, las autonomías no
recibirán financiación adicional para atender esas nuevas obligaciones. El
resumen ya saben cuál es: desaparecerán o las atenderá la iniciativa privada
previo pago de todo bicho viviente.
De lo que hablamos es del enfermero que cuida por horas a
una persona imposibilitada o del colegio en donde los padres dejan a los
pequeños cuando ambos se van a trabajar.
Entre las cosas que la crisis (o más propiamente, la
gestión que se está haciendo de la crisis) se ha llevado por delante como un
auténtico tsunami, está aquello que en su día se llamó la segunda
descentralización y que, en un resumen de alcance, consistiría en dar más
autonomía a los ayuntamientos como administración más cercana al ciudadano y,
por tanto, la más adecuada para prestar servicios como los que ahora dejarán de
ofrecer si en el trámite parlamentario no lo remedia.
En realidad se trataba, en lo que hace al asunto que
comento, de dar carta de la naturaleza a lo que ya ocurría de hecho, pues los
consistorios habían ido asumiendo prestaciones sin que en muchos casos fueran
en realidad de su competencia. Naturalmente, aquello implicaba disponer las
adecuadas previsiones presupuestarias, igualmente descentralizadas poniendo así
orden y concierto en un verdadero caos en el que los fondos salían de las
propias arcas municipales, de las diputaciones, de algunas mancomunidades o de
la Administración Central.
Nada queda de aquello, de aquel movimiento del
municipalismo que hasta sus popes tenía, aunque ciertamente, esta meditada y
concienzuda reforma (responsables de Sanidad, Hacienda y Educación han estado
dándole al magín por lo visto) pone orden: se arrasa con todo y así no hay
problemas. Porque eso es exactamente lo que ocurrirá. Y al Gobierno del Partido
Popular (el papel del PSOE –que ha estado en las negociaciones- en todo esto,
es extraño e incomprensible) parece importarle poco si traslada a las
comunidades autónomas un problemón que éstas no van a poder explicar a los
ciudadanos, como no podrán hacerlo tampoco los ayuntamientos.
Pero, a estas alturas ¿hay alguien a quién sorprendan estas
cosas?