En mi anterior post (El Congreso de los Diputados seguirá "estudiando" el cambio climático) mencioné la actitud que durante décadas ha tenido la llamada izquierda reformista a propósito del cambio climático. Obsérvese que no empleo el término “socialdemocracia” en vista de que a estas alturas a mi -con franqueza y sin duda por mi torpeza- me resulta difícil comprender qué es.
No es una afirmación a humo de pajas. Bastaría con analizar
al detalle cual viene siendo el posicionamiento del reformismo al respecto de los cuatro
pilares de la ideología dominante que, para entendernos, llamaremos neoliberalismo:
la creciente privatización, (o privatización de la gestión, como reza el
eufemismo al uso) de sectores, primero estratégicos y luego de servicios, que
antes fueron de propiedad pública; la desregulación creciente del sector privado
especialmente en la economía global mediante la firma de acuerdos de libre
comercio e inversión regionales, bilaterales, multilaterales que, merced a su carácter
vinculante y coercitivo puede obligar por encima de los intereses ciudadanos de
los estados incluso si se expresan en las tradicionales instituciones y estructuras legislativas y los aparatos judiciales; el posicionamiento ajeno a los problemas del clima de organizaciones
transnacionales de gran influencia como el FMI, el Banco Mundial o la
Organización Mundial del Comercio; y la permisividad en materia de evasión
fiscal para las grandes fortunas y las multinacionales.
El estado del bienestar es una criatura (aunque no solo) de
la socialdemocracia. Esa es una verdad histórica si se me permite la broma
semántica y la justicia poética. Pero su deterioro creciente es directamente
proporcional al éxito de la ideología dominante: entre los muchos indicadores,
bastaría con observar la evolución de los índices de desigualdad en el mundo
en, por ejemplo, los últimos veinte años, un periodo que ha visto gobiernos de
toda índole y condición en Occidente.
En lo que hace al cambio climático, o a la lucha contra el
cambio climático, sucede exactamente lo mismo (en otro momento escribiré sobre
la relación que hay, precisamente, entre la extensión de la pobreza y los daños
al medio ambiente; que la hay) es decir, que la gravedad de nuestro problema
global con el clima tiene que ver directamente con la salud del neoliberalismo,
porque esos cuatro pilares a los que antes me referí son una especie de muro
ideológico que impide de un modo u otro, directa o indirectamente, una
respuesta seria y ordenada al problema global; es incompatible con las medidas
que debieran tomarse con urgencia a fin de reducir las emisiones de gases de efecto
invernadero a la atmósfera.
Un ejemplo entre los posibles de lo que quiero decir, a
sabiendas de que meramente lo enuncio porque una explicación en detalle excede
las pretensiones de este breve post: la deslocalización de empresas es a menudo
la respuesta a la regulación local, las exigencias sindicales, las dificultades
logísticas, etc. Las consecuencias para el país de origen son, como sabemos, la
destrucción de puestos de trabajo y por tanto el empobrecimiento, entre otras.
Pero, además, es habitual que se trasladen industrias sucias que reciben buena
acogida en países que están reclamando un lugar y un derecho en la loca carrera por el crecimiento
y el desarrollo (China, India, Brasil…) al que no desean renunciar, con lo que
el problema medioambiental se agrava. Eso sí, la fórmula proporciona cierta
tranquilidad de conciencia a nuestro muy liberal y desarrollado establishment: nosotros creamos el
problema, pero son ellos los que contaminan.
Lo mencioné de pasada: el crecimiento. Ese dios ante el que
se inclinan todos, neoliberales y reformistas.
Sí, los segundos matizan y aseguran que hay que poner límites al
sacrosanto mercado, que hay que regular la actividad privada y ponerle rostro
humano a la globalización, es decir, que hay que embridar al capitalismo
financiero, extractivo y especulativo, o sea, lo que vienen diciendo desde que
se vino abajo el Muro de Berlín, a lo que parece, con escaso éxito. Y su
fórmula para luchar contra el cambio climático parece ser sustituir el modelo
económico por otro que en sustancia no es distinto del vigente, pero con
soluciones verdes.
Pero eso ya no es suficiente. ¿Es bueno, por ejemplo,
disponer de electrodomésticos más eficientes? Claro, eso está bien y, además, no va contra las
reglas de mercado sino más bien todo lo contrario? Por supuesto ¿Quién en su
sano juicio puede negar eso? Pero ¿Y si resulta que la industria hace eso y en paralelo aplica la obsolescencia programada de las
máquinas a fin de forzar el consumo que acaba generando más residuos -muy verdes eso sí- que antes?
¿Crecer hasta el infinito en un planeta finito? ¿Basta con hacerlo limpiamente? Es un
contrasentido; parece mentira, pero es un contrasentido que no opera como tal
en nuestras sociedades; nos parece una obviedad pero nos comportamos como si no lo fuera. Y eso que, además, es muy estúpido. No tenemos tiempo, se nos
debe de meter esto en la mollera. Aunque nos pusiéramos mañana mismo a la titánica
empresa de cambiar el modelo productivo y, sobre todo, el modelo energético, el
estado actual de la tecnología no nos permitiría el milagro a tiempo: el
aumento de la temperatura global en 2 grados es ya inevitable. ¿Qué hacer
entonces?
Pues como dice Naomí Kleim en Esto lo cambia todo (S&M 2014) “lo que podamos” Y lo que podamos
no concierne a la ideología dominante: no hará nada, sencillamente porque como ya he dicho,
hacerlo va contra su razón de ser. Pero no sería poca cosa que la izquierda
abandonara ya esa especie de perpleja complacencia y construyera un discurso
basado en cuestionar el crecimiento como paradigma, en la limitación del
consumo en general y contra el despilfarro energético en particular. ¿Que eso
tiene un cierto aroma utópico? Claro, por eso digo que es a la izquierda a quien
le corresponde hacerlo.
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